viernes, 24 de junio de 2011

Labia Modular. (--/03/07)

             Volviendo a lo violento, lento de nuevo acepto que lo que trae la dicha es lo que mi mente siempre ha admitido y sentenciado como triste. La tierra refugia y estimula al tiempo en que rechaza asociada con la gravedad. Lo menos escuchado me mece la cuna y lo prohibido por supuesto y sólo existe en manos de psicópatas héroes. Todos los días agradezco el equilibrio de no perder todo en manos de la condena eterna de no alcanzar el final propuesto cuando lúdico. La piel y los huesos resisten con firmeza la soledad de lo sólido, la raza y el ejercicio constante; lo mismo los sesos y los sistemas pro creativos. 
              No sé si lamento haber entregado desde el yo palabras sabias, mas lánguidas a quienes no probaron mi hospitalidad y sí supieron de mi entrega cuando se trataba de mí, tratando de convencerme de hurgar en la humillación, la vergüenza y el tiempo libre bajo acciones sospechadas. De cabeza y desde luego alucino recortando al pasar finales y alfombras recorridas por ruidosos, álgidos soportes del ser ineludible y remoto a veces. Acepto la predecible condena de no probar y conocer. Condeno lo predecible con señales explícitas porque así es como es. Aceites y azúcares se insertan como misiles sin haberse hablado antes y no destruyen. No todavía y no más que la inocente angustia de saberse víctima y prócer lejos de la batalla y la fecha. 
              Desde cuando como es desde cuando cagué por placer novato, natural y bienvenido. Memorias egoístas veía cuando me moría por narciso cuando mío me sentía; orgasmo en forma de vida mundana parida por imágenes exclusivas del vidente esperanzado. Sumergido en papeles y plástico, usados en forma similar al abrigo en el invierno indócil y como alas adosadas al insecto frágil en el viento, recorro los andenes en el tren de la existencia. La justicia florecida en el ciclo. 
              Sónicos destapes a la vieja usanza acarrean de vuelta y con vigor las mejores películas de antaño. La mañana, envuelta en olor a pan tostado, recolecta y corchetea las hojas de calendarios de hace casi veinte años en paredes de madera angosta, reluciente y elegante. La mirada, flagelando el santo cuerpo, se debate entre la sonrisa estampada de un pez, la contracara de un shampoo y las intrascendentes columnas impresas en una hoja amarillo gris. Intrincada telaraña en el mantel. 
              El agua precipitada, lagrimeando por los techos, percutiendo con firmeza y pura el alma contenta y deseosa; perfuma, enseña y convence a hablar con las manos invariablemente cada ciertos meses. Los torrentes fluviales rehúsan empantanarse en las cortinas de dolor y sangre que opacan los frescos amaneceres y agrian el más dulce de los amores. De súbito y sin buscarlo, el reflejo en un tornasol acuoso del vuelo templado de un ave solitaria en el gran cuadro de la vida me muestra que he aprendido a usar las cintas de metal tibio que solían encerrarse en cuartos polvorientos, viejos y apáticos. Las hice sonar mientras de trizas y cenizas me construía de nuevo y para siempre. Ya no importa pintarse tras la vitrina y caer ilegible mientras los coladores sigan acercándose sin invitación y deporten lejos la violencia, hija no deseada, legítima, del miedo y la ansiedad. A propósito de fierros y tuercas; una vez puesto el veneno en la plaga, conciliaré el sueño y caminaré erguido entre cadáveres obvios y parásitos lastimeros, para luego pasear libre por sus casas y recorrer con placidez y descaro todas las habitaciones que guardaron celosamente los hedores y anhelos de quienes las hicieron suyas. Prometo cercenar la grasa, mutilar escenas y destilar la ruina como gran aborto terapéutico en la pantalla nocturna. El recetario mientras tanto es amplio e incoloro, como era de esperar.

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